Ni una enfermedad linfoproliferativa, ni dos trasplantes de médula, impidieron que Rafa iniciara su último viaje manteniéndose turkanero hasta eltuétano.
El proyecto oftalmológico de colaboración solidaria en Tukana (Kenia) comenzó en 2003, en las montañas que contemplan al gran lago, cuna de nuestra antepasada Lucy. Rafa se incorporó como expedicionario en 2009, asumiendo como su primer cometido -taladradora en mano-, la colocación de las cortinas del quirófano, primorosamente confeccionadas y transportadas desde Madrid cual material altamente frágil. Cuando vistió su sala de operaciones, cambió la broca por la lanceta ocular. Su papel activo se prolongó durante ocho años.
Cuando «lo estrenamos» en Turkana flaqueó, nunca físicamente, pero sí en su ánimo productivo; no fue despreciable la colisión, en el escenario quirúrgico, de su extremada meticulosidad, su pulcritud antiséptica, su estricta primacía del orden, con la africana improvisación, el desorden estructural, la casi cotidiana azarosa planificación, así como la inquietante -casi obsesiva para él – irrupción miasmática de los espacios.
Nos estremecimos con sus expresiones famosas: «no se puede operar en estas condiciones tan sépticas», «¡esto es una mierda!» – la malhabladuría era la cualidad más ajena a Rafa, pero los que hemos tenido el honor de operar en el subsahara conocemos la gracilidad con la que África te hace soltar riendas-. Así las cosas, pocos apostábamos por su continuidad. Al fin y al cabo su aspecto ario, de complexión atlética, contrastaba a todas luces con la altivez asténica aborigen, de pieles ásperas y oscuras, envueltas en polvo, segadas por magulladuras, el brillo del bronce encubierto de miseria.
Pero Rafa volvió para sorpresa de muchos, y lo hizo de forma continuada durante años. Le pudo el honor, su entrega solidaria. Asió firmemente de la mano a su inquebrantable fe cristiana, y juntos rindieron pleitesía a su otro amor de la vida -aparte el que profesó a su familia-, afrontar los retos que otros mortales esquivan, los menos sin disimulo. Se hizo con aquella cirugía de Lodwar, tan sumamente compleja, en la que en una sola jornada pasan por tus manos ojos únicos, de los que casi penden vidas. Aprendió técnicas novedosas para él, dando un salto vertiginoso desde la faco microincisional, de la que era pionero y experto, a la extracapsular mediante túnel escleral al más puro estilo Aravind.
Su implicación fue incluso en ascenso desde el dique seco, cuando su enfermedad le impidió viajar a Africa. Tenía iniciativas recaudatorias, como la mismísima lotería de Navidad, todo con tal de obtener fondos para los fines africanos del que fue su gran proyecto solidario.
Su pasión por el deporte era también facturada con el equipaje. La adaptación a un clima semidesértico, de una extremada aridez, no era una excusa para él.
Y mientras los demás boqueábamos el aire ardiente de la tarde, en un momento de descanso, una sombra corría a pleno sol, sorteando espinos, «es que tengo que volver en forma porque me preparo para una carrera de fondo».
La última Maratón de su vida se le atravesó, porque los grandes también caen.
Las personas que se van no se llevan nada, lo dejan todo, hasta sus huellas; más grandes cuanto más grande son. La pasión por la vida de los desprovistos de vista, por la vista de los desprovistos de vida, le hizo gigante. Cuando las plegarias de los chamanes por la insoportable sequía rindan aguas torrenciales, y la ardiente tierra turkana -siempre impotente para el indulto- las embuche, quedarán imborrables sus huellas, testimonio fiel del agradecimiento de todo un pueblo.
Miguel F. Ruiz Guerrero, turkanero